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2. Dacko I

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A Dacko lo despertó un escalofrío.

Durante unos segundos, solamente fue consciente del sonido agitado de su respiración y de la sensación de pánico que poco a poco se desvanecía en su pecho tras golpearlo con la fuerza de un puño. Se preguntó si había tenido una pesadilla, de esas que se van de la memoria al despertar, y se arrebujó más debajo de las mantas que lo cubrían hasta la barbilla. A pesar de la llegada del otoño, el  calor del verano no había dejado aún el Valle, pero a Dacko aún no lo había abandonado el frío que lo había despertado. Trató de volver a dormirse, acurrucándose más aún en su lecho y cerrando los ojos con fuerza, sin éxito. Tras unos instantes asumió la derrota con un suspiro y se incorporó aún envuelto en las cálidas pieles.

El hogar era pequeño y más o menos cuadrado, ocupado en una cuarta parte por el lecho redondo excavado en la tierra y forrado con pieles. A unos pocos pasos del lecho, en el centro, se hallaba el hueco del hogar, en el que varios pedazos de leña yacían intactos y perfectamente colocados en forma piramidal desde hacía días. Tenía una estructura para cocinar, que descansaba contra la pared junto al lecho, sin usar desde hacía tanto como el fuego. Al fondo, frente a Dacko, excavadas en la roca había espacios de almacenamiento llenos de cestas y jarrones cubiertos de polvo. En el suelo yacía su último proyecto, una masa informe de arcilla seca y un puñado de herramientas abandonadas. De la roca se había extraído un escalón que ocupaban ahora varios pares de calzado de invierno y junto a la pared izquierda se habían colocado estantes tallados en madera con ropa. La única ventana, en la pared izquierda, era pequeña y redonda, cubierta por un parapeto desgastado de cuero. De un gancho natural de la roca colgaba un sólido arnés de cuero; en uno de sus bolsillos se hallaba oculta la hoja metálica de un cuchillo.

Dacko se levantó, dejando caer las pieles cálidas sobre el lecho, salvo una que se ciñó a los hombros, y salió del hogar. Había sido construido aprovechando una pared natural de piedra y excavando varios codos hacia abajo, liberando unos escalones que llevaban hasta la puerta de madera. El resto de la estructura había sido levantada con troncos del grosor de un cuello firmemente sujetos entre sí y cubiertos de adobe para un mejor aislamiento, y en su punto más alto, junto a la pared de roca frente al lecho, un hombre alto podría tocarla estirando el brazo. Desde ahí las vigas se inclinaban ligeramente hasta la puerta, donde Dacko rozaba el techo con el pelo. El tejado se había construido con leños, ramas y cañas progresivamente más finas y apretadas, con una capa superior de paja cuidadosamente tejida con la excepción de un hueco pensado para dejar escapar el humo del hogar. 

Cuando apartó la cortina de la entrada y respiró el aire fresco pero no frío del exterior, la sensación de alerta aún no había desaparecido. Se sorprendió cuando notó el frescor de la lluvia que se posaba suavemente sobre su piel desnuda. No había oído las gotas caer; parecía más una niebla que caía lentamente sobre él que una lluvia propiamente dicha. Olisqueó la brisa en busca de motivos para estar preocupado, pero los olores que le trajo el viento eran comunes y corrientes: olía a bosque, a lluvia, a sus compañeros de manada, a madera vieja y a restos de hogueras. Pero seguía inquieto, y empezaba a creer que no tenía nada que ver con la pesadilla. A su alrededor, el Hogar dormía mientras los lobos descansaban. Dacko también debería descansar, debería regresar a su cama y cerrar los ojos hasta que su testarudo subconsciente lo devolviera al mundo de los sueños, pero por algún motivo se vio caminando descalzo hacia la entrada del Hogar, donde los dos largos salientes de roca que rodeaban el asentamiento se cerraban en un abrazo, dejando tan sólo un hueco de unos pocos metros en la muralla. Sus antepasados habían sido sabios al escoger aquella formación rocosa e irregular como refugio contra las invasiones y los elementos, y generación tras generación, los vientos de lluvia habían continuado construyendo sus hogares individuales a la sombra de los riscos protectores, conformando el Hogar común, el corazón del Bosque Escarpado.

Dacko se estremeció cuando una ráfaga de viento lo embistió. El aire no era frío, pero las corrientes que empezaban a levantarse de la nada sí, y el chico se cerró con fuerza sobre el pecho la piel de dormir que había llevado consigo y que era lo único que cubría su cuerpo desnudo. Tal vez aquello era otra señal de que debía volver a su hogar y tratar de dormir unas horas, o eso quiso pensar, pero sin saber cómo o por qué, se vio caminar a través del Hogar, junto a los muros de las casas de piedra, madera y barro, hacia la entrada. Su instinto, aquel amasijo de impulsos y alarmas que todo lobo aprendía por las malas a escuchar, se removía inquieto en su interior, como advirtiendo de un peligro lejano y sin identificar. Dacko se dijo que tal vez, si cambiaba, podía internarse en el bosque y seguir esos instintos a dondequiera que llevaran, pero era reticente a abandonar el Hogar solo y de madrugada. Era sospechoso, o eso diría Daichi, y el líder estaba deseoso de que Dacko le diera una excusa para poner a sus compañeros de manada en su contra. Sin embargo, Gärn estaba de patrulla al Oeste, y por lo que sabía, Nadja también tenía cosas que hacer esa noche. Se planteó por un instante pedirle a alguno de los otros que le acompañara, pero desechó esa idea rápidamente. Nadie aparte de Nadja y Gärn estaría dispuesto a seguirlo al bosque de madrugada sólo por un presentimiento. Se arriesgaban a que se supiera que lo habían acompañado en una patrulla no autorizada, en un momento en que el muchacho era poco más que una paria a nivel oficial.

No era una buena época para ser amigo de Dacko, hijo de Jakharo.

Sentía que había algo inquietante en el silencio que rodeaba el Hogar, el corazón de la montaña del Bosque Escarpado, mientras lo recorría. La luna iluminaba con suficiente claridad el suelo que pisaba como para no tener problemas al andar por los riscos y desniveles de los que estaba lleno el asentimiento, pero se sintió reconfortado cuando alcanzó la gran hoguera en el centro de la zona inferior, cerca de la entrada principal. El chisporroteo de las llamas alejó el silencio y su calor apaciguó parte de los nervios de Dacko. Y sin embargo...

Ya había alcanzado la entrada del Hogar, y aún no se había decidido. Por momentos pensaba que lo que estaba haciendo era una estupidez, que si hubiera algún peligro lo notaría más gente, que ya se había metido en bastantes problemas y que tenía que volver a la cama, pero al instante siguiente se repetía aquella punzada, esa presión en el pecho, y el vello se le ponía de punta. Frunció los labios, cerró un puño alrededor de la piel que llevaba a hombros, indeciso, y de repente una voz lo sobresaltó.

—¿Qué haces por aquí a estas horas, chico?—lo llamó una voz masculina al otro lado del fuego. Cegado por las llamas, Dacko no lo reconoció enseguida, pero el tono de voz y el olor que le llegó a través de la lluvia le permitieron identificarlo.

—Hola, Rhogo.

Caminó hasta ponerse a su altura. Las marcas de garras que recorrían su mejilla izquierda desde la ceja hasta la mandíbula llenaban su cara de sombras que bailaban con el vaivén del fuego, pero a Dacko le relajó verlo. Rhogo había sido uno de los hombres más leales de su padre. Era un hombre de carácter difícil, pero extremadamente fiel a la manada.

—No podía dormir—respondió quedamente, acercándose un paso hacia la roca desde la que había hablado el guerrero—. ¿Estás de guardia hoy?—preguntó, percatándose de que Rhogo se encontraba sobre el último tramo de la muralla natural que defendía el Hogar.

—El chiquillo y yo—asintió.

El hombre señaló con un gesto el otro lado de la entrada, donde un muchacho rubio sentado, apoyado en su antorcha, observaba al infinito tratando de no quedarse dormido y sin percatarse siquiera de su presencia. Dacko lo vio bostezar y parpadear, y no pudo evitar esbozar una ligera sonrisa. El chiquillo, como Rhogo lo había llamado, se llamaba Rhadu y tenía trece años. Hacía muy poco que había cambiado por primera vez, y todavía estaba acostumbrándose a su nuevo cuerpo y lo que venía con él… incluidas las guardias. Todos en la manada habían tenido que hacer mil y una guardias nocturnas al principio de sus vidas como lobos, y recordaba con cierto cariño alternar sus días de intenso entrenamiento con las patrullas, las guardias, las partidas de caza… O aquellos otros en los que se rotaba con los otros chavales para ayudar a los artesanos, o a los curanderos, o a los pescadores, o incluso los largos días de cuidar de los cachorros. Era una etapa dura pero gratificante de la vida de un joven, en la que comenzaba a definirse su lugar en la manada y aprendía a ser el mejor viento de lluvia que pudiera sacar de sí mismo. Había sido particularmente duro para Dacko, cuyo futuro estaba escrito de antemano y lo situaba al frente de todos aquellos lobos. Como hijo de Jakharo, tuvo que estudiar la Historia de la manada, memorizar el árbol genealógico de los vientos de lluvia y dominar el lenguaje olvidado de los Ancestros, y en definitiva aprender todo lo que se esperaba de él. Se había esperado tanto de él…

Pensar en su padre y en aquella época de adiestramiento le borró la sonrisa del rostro, y pronto una nueva punzada de ansiedad exigió su atención inmediata.

—Rhogo…—empezó, buscando las palabras para pedirle permiso para salir solo, de noche, al bosque y por culpa de un mal presentimiento sin ninguna base. Sintió la boca seca y no pudo terminar la frase, intimidado por los ojos ámbar parduzco del guerrero veterano. 

—Vas a meterte en problemas, ¿no es así?—adivinó el corpulento guardia. Era mayor, más que su padre y que Daichi, y no ostentaba un buen lugar en la manada por nada. El joven Dacko, seguro de su herencia, le habría ordenado que le dejara pasar. El Dacko adulto, relegado a una de las últimas posiciones jerárquicas de la manada, agachó la cabeza y se mordió el labio. 

—Tengo un mal presentimiento…—intentó empezar a explicar, pero se vio repentinamente enmudecido por la enorme mano que el guerrero puso bruscamente sobre su boca, casi derribándolo.

—¡Sh!—y se tocó la oreja con la otra mano.

Dacko obedeció y afinó el oído, a tiempo para captar el resto lejano del eco de un aullido que rasgaba el aire y terminaba rápida y bruscamente, como si hubieran hecho callar a aquel lobo de la misma forma que el guerrero veterano había hecho con él.

Comprobó avergonzado que incluso el aprendiz, Rhadu, se había levantado de un salto y llamaba ahora en su dirección. Incluso el chiquillo medio dormido de trece años se había percatado antes que él del sonido. La angustia creció en su interior como un torrente, y la presión sobre su pecho se hizo tan profunda que le costó respirar.

—¡¿Qué era eso?!—gritó Rhadu. El niño rubio miraba a Rhogo en busca de respuestas, con los ojos amarillos muy abiertos y centelleantes, avecinando un cambio si la tensión aumentaba.

El corazón de Dacko latía con fuerza y velocidad cuando se apartó del rostro la mano de Rhogo.

—Una alarma—respondió, más para sí que para el chico, antes de que lo hiciera el guerrero. Alzó una mirada llena de ansiedad hacia Rhogo—. La frontera—pensó en voz alta—, ¿quién está de patrulla?

Un latidos. Dos latidos. Parecían haberse ralentizado.

—Nadja—contestó él, y Dacko sintió que le daban un puñetazo en el estómago.

Tres latidos. Seis. Diez. Quince. Se aceleraban. Perdía el aliento y la adrenalina comenzaba a fluir por sus venas. También otra cosa empezaba a correr junto a su sangre.

—¿Nadja y quién más?—murmuró, casi suplicante.

—Sólo ella.

Dacko, sacudido por aquellas dos palabras como si lo hubiera alcanzado un rayo, perdió el aliento y abrió los ojos como platos. Le salió un hilillo de voz cuando consiguió hablar.

—¿Qué?

Caminó hacia el guerrero veterano, sus ojos chispeantes de furia e incredulidad.

—¿¡Nadja está sola!?—rugió, y con una rapidez de la que no se creía capaz, se deshizo de la piel de dormir lanzádola al suelo e invocó al lobo dentro de él. Aquella sustancia liberada junto a la adrenalina reaccionó dispuesta a su orden, y pronto aquella sensación de vida y fuerza, de poder infinito, se abrió paso a través de él. 

No llegó a crujir el primer hueso, porque Rhogo lo detuvo, empujándolo violentamente contra el irregular muro de piedra y rompiendo su concentración.

—¡Contrólate, niño! Ya no eres un cachorro.

Dacko no estaba de humor para escuchar una regañina. El cambio se había interrumpido, y la ráfaga de energía que debía emplear para desencadenarlo amenazaba con desaparecer de un momento a otro. El torrente lo desbordaba, y debía usarlo o dejarlo ir. Era terriblemente doloroso contenerlo, pero los dos grandes ojos de centella del guerrero lo fulminaban desde demasiado cerca. No podía. No podía…

—¡Van a matarla!—gritó, desgarrándose la garganta en el proceso. Su mente agitada ya era medio animal, y sólo veía que Rhogo se interponía en su camino, mientras que la cada vez más pequeña porción racional de su cerebro no cesaba de imaginarse a Nadja, la pequeña Nadja, siendo despedazada por una jauría de lobos furiosos—¡Mi hermana, Rhogo!—apeló, arañando el brazo que lo sostenía y lanzando patadas al aire sin éxito—¡Déjame ir! ¡La matarán, la van a hacer pedazos! Mi hermana…

—Tu hermana puede que esté muerta ya, muchacho. Y tú también lo estarás si sales corriendo al bosque solo—le interrumpió el hombre, sin paciencia para soportar aquello—. El chico ha ido a por Daichi. Montará una patrulla e iremos a arreglar esto.  Voy a soltarte, ¿puedes hacerme el favor de estarte quieto y ahorrarnos problemas?

Nadja salió sola. Por culpa de algún imbécil que hizo las patrullas. Y puede que esté muerta, gruñó para sí, y fulminó a Rhogo con la mirada, pero lanzó la última patada y, sin esperar una respuesta, el hombre lo soltó. 

—Si quieres suicidarte, ve—gruñó—. Pero no voy a salir corriendo a por ti.

Dacko no se movió. Hirviendo de ira, sintiéndose arder por dentro por contener el torrente de energía que no podía permitirse desperdiciar, maldiciendo y suplicando a partes iguales, pero no se movió. Sin saber si Nadja seguía con vida o había muerto, o estaba siendo torturada en ese momento, sin percatarse siquiera de que tenía las mejillas húmedas, luchó para no caer de rodillas.

Por favor. Por favor. Por favor. Sal de ahí, Nadja. Sal de ahí con vida… No dejes que te lleven, no pueden… Por favor, Gran Agorak Fundador, te lo suplico… Que no la lleven a su Hogar. Sólo había oído de pasada lo que hacía el Terror Blanco con sus prisioneros, y suplicó a todos los espíritus que conocía que si no iban a llegar a tiempo, si no iban a recuperarla a salvo… Suplicó que su hermana muriera antes de llegar ante el líder de los nubes de tormenta. 

Fueron los cinco minutos más largos de su vida.

Sintió que su corazón volvía a latir, que la vida volvía a llenarlo y que sus pulmones volvían a aceptar oxígeno cuando el líder de los vientos de lluvia llegó finalmente a su lado. Dacko temblaba violentamente cuando Daichi, con voz aterciopelada, pidió un informe que el chico no oyó. Sólo lograba escuchar la sangre que le palpitaba en los oídos, y tenía la mirada tensa clavada en un punto perdido en el suelo.

Aguanta, por favor. Por favor, Gran Agorak Fundador, pidió de nuevo.

—Dacko—lo llamó Daichi, y el muchacho se sintió atravesar por sus ojos ámbar brillante—. Te quedarás a cubrir el puesto de Rhogo mientras sale a combatir.

—Ni hablar—replicó al instante con la voz ronca, pero Rhogo salió en su defensa antes de que el líder lograra mostrarse ofendido.

—La furia lo volverá temerario, Daichi. Que venga.

Daichi emitió un gruñido de conformidad y se dio media vuelta para regresar a su hogar, dejando tras de sí a la patrulla. Dacko, aún agradecido al guerrero veterano, echó un vistazo rápido a quienes la componían. Garevan, el padre de Gärn, que compartía su pelo oscuro, sus ojos azules y su fiereza en batalla; Jorik, un buen luchador algo mayor que Dacko; el propio Rhogo, cuya fuerza no podía ponerse en duda; Linos, quien ya comenzaba a cubrirse de pelo anaranjado y blanco, y finalmente el joven Rhadu. Menos el chiquillo, que se concentraba nerviosamente en desencadenar el torrente de energía necesario para adoptar su forma animal, todos eran guerreros experimentados. En ese momento, extremadamente preocupado como estaba, no pensó en el peligro que el chico de trece años correría. Era una buena patrulla. Si llegaban a tiempo, tenían buenas posibilidades. Si llegaban a tiempo…

Aguanta, Nadders, dijo para sí. Liberado de la necesidad de contenerse, Dacko liberó la energía, que fluyó inmediatamente con fuerzas renovadas, recorriendo todo su cuerpo sin que nada la obstaculizara esta vez. Cerró los ojos, redirigió aquel preciado torrente y se ordenó cambiar.

Su mandíbula fue el primer hueso en chasquear, romperse y cambiar de lugar. Dacko se agachó, con un gruñido más animal que humano, y dejó que la oleada de crujidos y ondas recorriera todo su cuerpo. Apenas sentía dolor cuando músculos y huesos se rasgaban y soldaban de nuevo, o cuando el pelo, espeso, corto y pardo claro, comenzó a crecerle por todo el cuerpo. Los dientes le crecieron y se movieron, recolocándose a lo largo de unas fauces nuevas, largas y preparadas. Le creció una cola peluda, y observó cómo las manos con las que se apoyaba en la tierra dura cambiaban, encogían y se dotaban de almohadillas, mientras sus dedos cambiaban de lugar y forma y sus uñas se alargaban y curvaban. No pudo ver el mismo cambio en sus pies, no, en sus patas traseras, pero lo sentía. Por último, su vista se afinó, su olfato se multiplicó y sus orejas se agitaron al percibir un millón de sonidos nuevos. Respiró su primera bocanada de aire, y la sintió recorrerlo por dentro. Todo el proceso no duró más que unos momentos. 

Como guinda final, sus ojos centellearon con aquel brillo salvaje que los caracterizaba; demasiado extraños para ser humanos, demasiado humanos para ser de lobo. A su lado, sólo el joven Rhadu tenía problemas con su cambio. Tras unos largos momentos de quejidos y gruñidos, el joven animal jadeó por el esfuerzo. Era un lobo crema oscuro, casi amarillento, con las orejas y el lomo grisáceos y el vientre claro. El más joven del grupo, y el único de menor rango que Dacko.

Ya habían perdido demasiado tiempo. Miró a Rhogo, el guerrero de mayor rango y por tanto el líder de la patrulla, y el lobo gris y blanco con el rostro lleno de cicatrices salió disparado hacia el bosque, con el resto detrás. Dacko se abalanzó en su persecución, seguido de cerca por Rhadu.

A sus espaldas, la manada despertaba.

 

Aunque jerárquicamente, su puesto estaba casi al final del grupo, Dacko era el que mejor conocía el aroma de Nadja y sin darse cuenta fue adelantándolos a todos para terminar por guiarlos a través de los riscos que brotaban de la nada en aquel bosque. Captó un rastro, entremezclado con los de otros lobos, y gruñó furiosamente al reconocer el olor característico de los nubes de tormenta. Si alguno de ellos había osado tocar a Nadja, él… Él…

Fue también el primero en saltar fuera de la floresta y aterrizar sobre el lomo blanco y negro de un lobo enorme, más grande que él y por lo menos del doble del tamaño de Nadja. Logró arrancarle un aullido de sorpresa y dolor antes de que el combate comenzara realmente. El nube de tormenta, aunque pillado por sorpresa, se recuperó rápidamente y se sacudió al viento de lluvia con violencia, para responder inmediatamente con una dentellada muy cerca de la oreja de Dacko, obligándolo a contestar. Cegado por la furia de la batalla, no vio el pequeño cuerpo anaranjado y gris manchado de rojo que yacía inmóvil junto al arroyo hasta que Linos acudió en su ayuda y Dacko tuvo un momento para respirar. Justo en ese instante volvió la cabeza, con sangre propia y ajena chorreando de los colmillos y el pelaje y todos los pelos del cuerpo erizados, y sus ojos aguamarina se toparon con el bulto peludo e inmóvil.

Nadja, pensó, y corrió en su dirección, sólo para que otro nube de tormenta, un gigantesco macho pardo cubierto de cicatrices y con una herida sangrante en el hocico, le cortara el paso.

—¿Qué te crees que haces?—gruñó furiosamente el nube de tormenta, y de repente Dacko se vio reflejado en los ojos verdes, muy verdes, del lobo. 

Entonces lo reconoció.

—Tú eres Yawö. 

—Y tú eres un cadáver.

Era sorprendentemente rápido para su tamaño, y Dacko tuvo que agradecer a sus reflejos que la dentellada con la que se abalanzó sobre él le alcanzara en el hombro, y no en el cuello, con un latigazo de dolor que lo recorrió. Aceptó el desafío con un gruñido que sonó a rugido. Respondió con ferocidad, bailando durante largos minutos una danza de muerte junto al cuerpo de su hermana pequeña, a la que no había visto moverse. Los lobos chocaron, se arañaron, se buscaron mutuamente la garganta con los dientes y la sangre brotó en todas direcciones. A su alrededor, a pesar de la ventaja numérica y del factor sorpresa, los vientos de lluvia no estaban obteniendo una victoria rápida. Rhadu apoyaba o estorbaba a Rhogo mientras este se enzarzaba con otro macho y Jorik saltaba sobre su lomo. Tenía un profundo tajo en el costado, pero no parecía notarlo mientras luchaba por que el nube de tormenta se rindiera. Dacko había abandonado antes a Linos con el blanco y negro, y ahora el joven blanco y crema lo mantenía a raya con el apoyo del imponente Garevan, el único junto con Rhogo que superaba en tamaño a los invasores. El bosque silencioso de madrugada se había llenado de los sonidos y olores de la batalla, y las presas huían invadidas por el pánico. 

Estaban ganando, pero no de forma rápida y limpia. Habría heridos aquella noche, si es que nadie recibía un golpe fatal, y Dacko tenía bastantes posibilidades de llevarse uno. Tras el arrebato furioso del inicio, el agotamiento comenzaba a hacer mella en él, y pensaba con mayor claridad, o con toda la claridad que podía tener en medio de un combate a muerte. Aunque el viento de lluvia había logrado provocar mayor cantidad de heridas a su rival, el nube de tormenta le había propinado más de un mordisco atroz, y sus choques y empujones no le hacían bien. Aún no había visto respirar a Nadja, aunque no podría jurarlo. Finalmente, cuando Dacko había empezado a jugar a la defensiva, debilitado por las heridas y la pérdida de sangre, Garevan y Linos acudieron en su ayuda tras hacer huir aullando de dolor al lobo blanco y negro. Los tres juntos lograron obligar a defenderse a Yawö, el jefe guerrero de los nubes de tormenta, hasta que su último subordinado se rindió y el gigantesco lobo marrón se vio solo y rodeado. Con un último gruñido de amenaza, se retiró corriendo a los arbustos y Garevan se lo permitió.

Dacko lo miró marcharse al mismo tiempo que sus fuerzas lo abandonaban y el cansancio y las heridas atravesaban la débil protección que la adrenalina le ofrecía contra el dolor. Se tambaleó, pero logró obligarse a permanecer de pie.

Nadja, se recordó. Se volvió rápidamente, tal vez demasiado, porque un mareo terrible lo envolvió, pero se forzó a acercarse corriendo al cuerpo inmóvil y cubierto de sangre que habían abandonado sobre el arroyo. La olfateó lleno de ansiedad, tocando su pelaje empapado de sangre y agua, lamiendo sus orejas y llamándola. Estaba tan cubierta de heridas y tenía el pelaje tan apelmazado por la sangre seca y húmeda, que su perfume característico casi quedaba camuflado, invadido por la peste a sangre.

—Por favor, por favor, Nadja—la llamó, empujándola delicadamente con el hocico, y no fue consciente de que los demás se reunían a su alrededor—. Responde, por favor, Nadja…

—Dacko—resonó embotada una llamada cercana. La ignoró.

Lamió delicadamente una fea herida cerca de la nuca de su hermana, sin dejar de llamarla, mientras en su interior una mano de largas garras de hielo se cerraba en torno a su corazón. Habían llegado tarde. Era tarde. Demasiado tarde. Oh, Nadja. Era todo culpa suya, era él quien debía morir en su lugar. Debería haberla protegido, debería haber acudido en cuanto oyó la llamada, no debió esperar a Daichi…

¡Daichi!, gruñó para sí. ¡Ese…! ¡Él organizó las patrullas, debía saber que Nadja estaba sola! ¡¿Por qué la envió sola?! ¡¿Es que quería matarla?! Es lo que ha conseguido. Oh, Nadja…

Nadja no respondía, y Dacko habría llorado de haber podido. Unos suaves gañidos escapaban de su garganta sin que pudiera evitarlo, y las palabras de sus compañeros de manada le sonaban lejanas e incomprensibles.

—Lo mataré… Lo mataré por esto…—gruñó en voz alta, mientras la furia lo invadía y lo hacía temblar—¡Voy a...!

—¡Dacko!—la exclamación de Rhogo lo descolocó, y el chico, por puro instinto, agachó la cabeza y las orejas en sumisión. El veterano le enseñaba los dientes desde arriba.

—¡Está viva!—escuchó el chillido sorprendido de Rhadu a sus espaldas.

En ese momento se olvidó de la grave amenaza que acababa de proferir hacia su líder. Se olvidó de Rhogo, de su furia y de aquella promesa. Se volvió hacia Nadja, la olisqueó ansiosamente y se percató de que, en efecto, el asustado y sorprendido Rhadu tenía razón. El costado de la loba subía y bajaba lentamente, y cuando pegó la cabeza a su pecho, Dacko pudo escuchar sus débiles latidos. Un segundo antes habría jurado que estaba muerta.

Respiraba. Su corazón latía. Estaba viva.

—¡Hay que llevarla al Hogar!—bramó Garevan, apartando suavemente a Dacko de su camino y recuperando despacio su forma humana para recoger a la loba en sus brazos. Maravillado, sin aliento y agotado, Dacko no consintió separarse de ella en todo el camino. Demasiado alterado para cambiar de forma, se pegó a los talones de Garevan, olfateando el aire sobre él ansiosamente y trotando a su mismo ritmo.

Garevan era más lento como humano que como lobo, y el estrés se comía el corazón de Dacko, pero cuando cruzaron las puertas del Hogar y, ante la mirada atenta de toda la manada reunida, entraron en el hogar de los curanderos, el corazón de Nadja aún latía, herido y testarudo como ella. Fue vagamente consciente de que alguien trataba sus propias heridas, pero se perdió el momento en que recuperó su forma humana, y su mente ya no estaba presente cuando lo vistieron y lo obligaron a quedarse quieto en una cama. No tenía fuerzas para quejarse, no le quedaban energías para moverse.

Sin embargo, cuando el amanecer llegó finalmente al Hogar, lo encontró junto al lecho de Nadja, cubierto por una manta y con la mano suavemente posada sobre el lomo de su hermana. Despertó bruscamente gracias a un toque bien situado en las costillas, que le arrebató el aire al muchacho herido.

—¿Vas a explicarme a quién tengo que arrancarle el pellejo por esto, Dacko?

Dacko no abrió los ojos inmediatamente; sin mirar, había reconocido la voz de la mujer, y cuando a pesar de las quejas de su cuerpo se forzó a girar sobre sí mismo para mirarla, los dos profundos y furiosos ojos azul oscuro que esperaba estaban fulminándolo. Era Gärn.

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